El poder sanador de la conciencia
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La mayoría de nosotros considera que la salud es el estado
natural del ser humano y la enfermedad una ausencia o alteración de ese estado,
que en términos más metafísicos también conocemos como “estado de armonía” o de
“pérdida de armonía”. Pero ¿por qué nos cuesta tanto mantener ese estado
natural de manera permanente?
La conciencia tiene mucho que decir al respecto, pero vayamos
por partes.
Sabemos que la medicina convencional, en su afán de
especialización, investigación y análisis de las estructuras meramente
orgánicas, continúa a día de hoy perdiendo de vista la totalidad del ser humano
a la hora de llevar a cabo un tratamiento. Si bien es cierto que cada vez son
más los facultativos que tratan de integrar como buenamente pueden la filosofía
holística (cuerpo-mente-espíritu) tan característica de la medicina
alternativa, lo cierto es que la propia metodología académica tiende a poner el
foco de atención únicamente en la resolución del síntoma (cuerpo).
Pero este método de curación, efectivo en cuanto a que nos
quita la dolencia de encima prácticamente al instante, podría compararse a
cuando si al prenderse una de esas lucecitas de nuestro automóvil que indican
que algo marcha mal, en lugar de interrumpir el viaje para llevar el coche al
taller, quitáramos la bombilla para que dejara de importunarnos y diéramos el
incidente por resuelto. Si no fuera porque el cuerpo tiene su propio “taller de
reparaciones”, no cabe duda de que todos acabaríamos tarde o temprano “tirados
en la cuneta de una carretera”. Sin embargo, esto es lo que hacemos cada vez
que nos disponemos a apagar el síntoma (a base de analgésicos, ansiolíticos,
antihistamínicos, antitérmicos…), sin dedicar un solo minuto a pensar cual ha
podido ser la causa de esa dolencia que percibimos como enfermedad.
El cuerpo físico es un magnífico y sofisticado vehículo de
expresión y manifestación de la conciencia del ser humano en el plano físico,
que como tal, está al servicio de su ocupante. No obstante, ocurre que el
cuerpo responde tanto a las órdenes que proceden de la parte consciente del
ser, como de su inconsciente. El cuerpo expresa la totalidad del ser. Y aquello
que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma, no es otra cosa que la
expresión visible de un proceso invisible que con su señal solo pretende
interrumpir nuestra cotidianidad para avisarnos de una anomalía.
Cuando comprendemos la diferencia entre enfermedad y síntoma,
nuestra actitud y relación con la enfermedad se modifica rápidamente. Dejamos
de considerar al síntoma como nuestro gran enemigo al que hay que aniquilar,
para verlo como un aliado que puede ayudarnos a encontrar lo que nos falta,
aquello de lo que nos somos conscientes y que es causa de nuestra enfermedad.
Cuando una persona dice de sí misma que es: trabajadora,
tolerante, pacífica, amante de los animales, abstemia, vegetariana, etc.,
significa que a cada una de estas características le precedió una elección.
Optó entre dos posibilidades, eligió una y descartó la otra. De este modo con
el “soy trabajador, tolerante y pacífico”, excluye automáticamente el “soy
vago, intolerante y violento”. Así es como vamos construyendo progresivamente
nuestra personalidad e identificándonos con cada uno de los pares de opuestos
que conforman nuestra percepción de la realidad. Siempre habrá uno de los dos
opuestos que en mayor o menor medida será asumido como propio e integrado en
nuestro ser consciente, y su contrario en cambio, considerado como ajeno,
acabará siendo desterrado a la “sombra” de nuestra conciencia.
Carl G. Jung denomina “sombra” a la suma de todas las facetas
de la realidad que el individuo no reconoce o no quiere reconocer en sí mismo.
Todo lo que el ser humano rechaza pasa a su sombra, que es la suma de todo
aquello con lo que no se identifica. De este modo el ser humano proyecta en el
mundo exterior un mal que no reconoce como propio, precisamente para no tener
que encontrar en sí mismo la verdadera fuente de toda desgracia.
Es decir que la enfermedad se nos presenta como una
exteriorización de todo aquello que no ha pasado por el filtro de nuestra
psique. Y el cuerpo en este sentido es extremadamente sincero. Una sinceridad a
menudo difícil de soportar, pues ni el mejor de nuestros amigos se atrevería a
decirnos la verdad tan crudamente como lo hace el cuerpo a través de los
síntomas. Pero para entender lo que nos está diciendo el cuerpo, tenemos que
aprender a interpretar su lenguaje. Un lenguaje psicosomático cuya “piedra de
toque” se halla en estas dos sencillas preguntas:
¿Qué me impide hacer esta dolencia? trabajar, caminar, hablar, respirar bien …
¿Qué me impone hacer esta dolencia? descansar, cambiar hábitos, desprenderme de
algo …
A partir de aquí, y a pesar de las diversas interpretaciones
que podamos encontrar en multitud de medios (libros, vídeos, internet…),
debería abrirse un periodo de reflexión en el que tratásemos de relacionar
aquello que nos dice el cuerpo, con aquello que está teniendo lugar en nuestras
vidas a todos los niveles. Y es que si todas y cada una de las partes de
nuestro cuerpo (órganos, músculos, huesos, articulaciones, extremidades…)
cumplen una función determinada y son en conjunto el vehículo de expresión de
nuestro ser en su totalidad, la parte del cuerpo que resulte afectada, tendrá
necesariamente algo que ver con algún aspecto de nuestra vida del que no somos
plenamente conscientes (apegos, carencias, rigideces, emociones bloqueadas,
miedos…).
Por ejemplo, todas aquellas afecciones que terminan con el
sufijo –itis (otitis, sinusitis, colitis, hepatitis…) y que como bien sabemos,
hacen referencia a una inflamación. Son una clara incitación a que prestemos
atención a un conflicto ignorado (laboral, sentimental, familiar…). Cuando no
tomamos conciencia de ese conflicto o no lo asumimos como tal, éste pasará al
plano físico manifestándose como una inflamación. De este modo el
enfrentamiento que no hemos sido capaces de afrontar en la mente, tendremos que
afrontarlo necesariamente en el cuerpo.
El cuerpo nos hace sinceros porque muestra todo aquello que
no vemos o no queremos ver de nosotros mismos. Cabe no obstante aclarar, que si
ya resulta difícil de por sí reconocer y asumir los mensajes que nos transmite
el cuerpo, precisamente porque hacen referencia a aspectos que escapan a
nuestra conciencia, la dificultad se incrementa notablemente cuando hablamos de
afecciones cuyo origen habría que ir a buscar en procesos kármicos y herencias
transgeneracionles; o sea, en capas mucho más profundas de nuestro ser. Sin
embargo, la raíz sigue siendo la misma, ya que todo lo que percibimos en el
plano físico como enfermedad, emana de nuestro vasto inconsciente.
Aquí cobra pleno significado el aforismo inscrito en el
oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
La conciencia de unidad
Al decir Yo, el ser humano se separa de todo lo que percibe
como ajeno al Yo: el Tú; y, desde ese momento queda preso en la dualidad. Es
decir que el Yo lo ata al mundo de los opuestos, al que también pertenecen lo
interno y lo externo, el bien y el mal, la verdad y la mentira, lo justo y lo
injusto, etc. El ego del individuo hace imposible percibir la Unidad de donde
procede Todo, porque la conciencia dual de la realidad lo escinde todo en
parejas obligándole a tener que diferenciar y a elegir. Y cuando decimos sí a
una cosa, estamos diciendo al mismo tiempo no, a su contrario. Pero con cada
no, con cada exclusión, incurrimos en una carencia, y para estar sano, hay que
estar completo.
Todas nuestras manifestaciones nacen de nuestra percepción
dual de la realidad, pero más allá de la dualidad está la Unidad. No obstante,
para el ego, esta perspectiva de Unidad se le presenta como la Nada. Muchos
suelen reaccionar con desilusión cuando descubren, por ejemplo, que el estado
de conciencia que persiguen las filosofías orientales, el nirvana, significa
literalmente extinción. Y como el ego siempre desea adquirir algo que percibe
fuera de él, no le agrada le idea de tener que “extinguirse” para lograr
obtener ese estado. Sin embargo, Todo y Nada son la misma cosa. Ese es el
incuestionable origen del Ser: el Todo, el Tao, el Absoluto, Dios, el Uno que
todo lo abarca, donde se aúnan los contrarios y donde nada puede existir fuera
de esa unidad. En la Unidad no hay cambio ni transformación porque no está
sometida al tiempo ni al espacio. La Unidad está en reposo permanente, es el
Ser puro, eterno e inmortal.
La Unidad es lo único que existe realmente y por mayor
esfuerzo intelectual que pretendamos hacer, solo lograremos experimentar esta
realidad mediante la expansión de la conciencia. El poder sanador de la
conciencia es, en este sentido, este progresivo acercamiento a la conciencia de
Unidad que va iluminando paulatinamente todos los rincones de nuestro ser que
estaban a oscuras. Y cuando se descubre finalmente que no hay separación alguna
entre uno mismo y todos los seres de la creación, se advierte que tampoco hay
lugar para la aversión, la intolerancia, la crítica ni el reproche. Se
comprende que los antiguos moldes de ordenamiento que habíamos fabricado para
encasillar la diversidad en la que vivimos ya no sirven, son inútiles; y que
cualquier juicio de valores que pretendamos hacer solo puede ir dirigido hacia
nosotros mismos.
En aquellos seres cuya luz interior ha disipado ya todas sus
sombras, poco más tendrá que decir el cuerpo con su lenguaje de síntomas. Son
seres altamente evolucionados que viven en un permanente estado de armonía
hasta el final de sus días. Y para el resto de los humanos, la enfermedad, en
la medida en que nos obliga a indagar sobre aquello que permanece oculto en
nuestro interior, será como una maestra severa cuyo único un fin es ayudarnos
en nuestro desarrollo conciencial hasta el instante en que logremos alcanzar la
auténtica plenitud del Ser.
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